jueves, 12 de diciembre de 2013

El luthier de Delft. Ramón Andrés


El luthier de Delft es una obra que analiza la música (aunque también el arte y la ciencia) del siglo XVII, especialmente centrada en la cultura neerlandesa. El libro gira en torno a tres personajes centrales, el pintor Jan Vermeer, el filósofo Baruch Spinoza y el músico Jan Pietrszoon Sweelinck. A partir de ellos, el lector se encontrará con la construcción de instrumentos musicales, sus maderas y barnices, así como con el papel de la mujer en el arte y la música; la vida de los pintores y el mundo simbólico de sus obras y los estudios científicos destinados a la óptica y la difusión del telescopio. Un libro lleno de resonancias y armonías, sabiduría y sutileza.


Y así comienza:



"Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft, en la primera casa levantada en un cruce de calles, está lo que buscamos. El taller y la tienda de un constructor de instrumentos musicales, de un luthier, un lugar en el que se obran sonidos, todavía no música. Allí, la madera adquiere forma para dársela al mundo y compensarlo. Una armonía necesaria.
Justo en la mencionada confluencia, cerca de un edificio de no más de tres plantas que discurre paralelo al canal, Carel Fabritius, alumno de Rembrandt y uno de los faros de Jan Vermeer, se situó para esbozar unos apuntes del artesano que espera sentado fuera de su comercio. Era costumbre vender en la calle, ya fueran cuadros, especias, biblias, quesos o jaulas, que en la pintura simbolizaban el amor. Sobre una mesa, a modo de mostrador, un laúd y una viola da gamba aguardan unas manos distintas, aquellas que no desean tener causas con el malvivir ni los apremios. El cuadro está fechado en 1652 ; su título, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales. Una obra que apenas mide lo que una caja de zapatos, un rincón de donde cabe una historia. No puede dejar de repararse en el ademán abismado del protagonista, en el gesto que no acertamos a saber si es de incertidumbre o de simple vacío, vigilia de uno mismo. Si creyéramos en el destino, llegaríamos a pensar que ese rostro reflexivo esconde una meditación sobre la muerte, una premonición. Fabritius murió dos años después de pintarlo, muy joven, en medio del estallido de un polvorín, que seguramente debió de tiznar aquel espacio de maderos alineados y fechados con lápiz, de moldes viejos, herramientas y silencio.
 
Carel Fabritius. View of Delft , 1652
Por entonces, la ciudad de Delft contaba con una notable importancia estratégica, situada en el camino que une La Haya y Róterdam y emplazada a poco más de sesenta kilómetros al sur de Ámsterdam. La concordia de aquel municipio con los Estados Generales hizo que se construyera, en 1601, un depósito de armas que iba a ser provisional, un almacén con grandes cantidades de explosivos. Sin embargo, la inestabilidad provocada por la Guerra de los Treinta Años llevó a fabricar más tarde, en 1637, un auténtico arsenal en lo que era el convento de Santa Clara, rodeado de una amplia zona ajardinada, hacia el paseo de Geerweg, en la parte nordeste. Poco después de las diez y media de la mañana se oyó la explosión. Era lunes, un 12 de octubre de 1654. A Fabritius lo encontraron entre las ruinas de lo que había sido su vivienda y estudio; muchas obras se perdieron en el derrumbe, apenas han sobrevivido poco más de una docena. Estaba en compañía de dos alumnos, Simon Deker y Mattias Spoors, enterrados para siempre entre los escombros.

Más de doscientas casas fueron destruidas; gritos que salían de la humareda, cuerpos hacinados en las carretas, muchos de ellos mutilados. La gente corría entre el olor azufrado, sin saber hacia dónde. Algunos cargaban a hombros a los heridos, otros bajaban a los que estaban maltrechos en unas barcas donde habían llegado las pavesas, y lo hacían por los canales hasta llegar al cobijo de los hospitales y las casas de caridad, en las que no quedaba ni un solo ungüento. Allí mismo, en la calle, se hacían torniquetes y voceaban con desesperación los nombres de quienes yacían bajo los cascotes. Cerca de mil muertos en una ciudad de casi veinticinco mil habitantes. Una sajadura. Dirck van Bleyswijck describió en Beschryvinge Delft der Stadt (Descripción de la ciudad de Delft), impresa en 1667, aquella devastación, aquel ir y venir entre el fuego, el frenético acarreo del agua para sofocar las viviendas convertidas en teas, el pavor de los rostros en su entrada al infierno.

La casa de Vermeer, que había contraído matrimonio hacía un año y medio, quedó dañada. Se dice que algunos de sus cuadros fueron destruidos, lo mismo que las vidrieras posteriores de la Nieuwe Kerk. En la obra de Van Bleyswijck se incluye un lamento por Fabritius, un poema encargado a Arnold Bon en el que se habla de un fénix, de un artista que, con apenas treinta y dos años, consumido entre la ceniza, renace y ofrece su esencia y nombre a otro maestro: Jan Vermeer".

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© Joan Colom
 
 

lunes, 13 de mayo de 2013

Edición ilustrada por José Muñoz de El Extranjero de Albert Camus. Traducción de Jose Ángel Valente









Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol se apretaba a mi espalda. Di algunos pasos hacia la fuente. El árabe permaneció inmóvil. A pesar de todo, estaba bastante lejos. Tal vez a causa de las sombras sobre su cara, parecía reír. Esperé. El fuego del sol ardía en mis mejillas y sentí las gotas de sudor acumularse sobre mis cejas. Era el mismo sol del día en que enterré a mamá y, como entonces, me dolía sobre todo la frente y todas sus venas batían a un tiempo bajo la piel. Esa quemadura que no podía soportar me hizo dar un paso hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no me desembarazaría del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Esta vez, sin levantarse, el árabe sacó su cuchillo, que me mostró al sol. La luz surgió desde el acero como una larga hoja relumbrante que alcanzaba mi frente. En el mismo instante, el sudor acumulado en mis cejas corrió de pronto sobre mis párpados y los cubrió con un velo tibio y espeso. Cegaba mis ojos ese telón de lágrimas y de sal. Solo sentía los címbalos del sol sobre la frente e, instintivamente, la hoja relumbrante surgida del cuchillo, siempre ante mí. Esa ardiente espada mordía mis cejas y penetraba en mis ojos doloridos. Fue entonces cuando todo vaciló. Del mar llegó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el pulido vientre de la culata y fue así, con un ruido ensordecedor y seco, como todo empezó . Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz. Entonces, disparé cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que se hundían las balas sin que lo pareciesen . Fueron cuatro golpes breves con los que llamaba a la puerta de la desgracia.
El extranjero. Albert Camus. Tradución Jose Ángel Valente. Con dibujos de José Muñoz para Alianza Editorial